Las veces que me encuentro, quien sabe cómo, contigo recargado en mi hombro, contándome alguna de tus tristezas. Que si el dinero, que si tus padres.
Los días que llegas a mi casa y te paras frente a la puerta con la cara roja esperando que te abrace al instante. Y yo que te miro y no sé si tienes alergia o qué y, con una chingada, tú esperando que te lea la mente.
Luego me quedo ahí escuchándote darle vuelta a los asuntos que a fin de mes serán los mismos cuando regreses a quejarte de que a tu hermano le gusta jalársela con tu revista de Ellen Page incluso cuando bien sabe que es tuya, tuya y de nadie más para deshonrar. Porque un día vas a casarte con alguien como ella pero nadie te hace caso porque eres muy tímido y quizás tu madre piense que eres gay.
Y yo te tranquilizo con las mismas frases que ya me sé de memoria, títulos y lemas de películas románticas o desesperados ejemplos y metáforas armados en el aire con los primeros objetos que me crucen por la mirada.
No te comprendo. No me pareces razonable. Pero hasta ese punto te entiendo.
-"Es que es bien puta. Pero la amo."
-"Tienes grandes esperanzas, pero árbol que nace torcido jamás su rama endereza. Es como esta cuchara, puedes usarla como cuchara, o hasta puedes usarla como cuchillo. Pero no puedes usarla como tenedor."
-"Sí ya sé."
Luego no sé cómo llegas a mi hombro y mi hombro se humedece, y esa humedad me da tanta rabia. Cuando te sueltas llorando te desconozco totalmente. No sé qué torcido placer te da ir a mi casa a llorarme toda la ropa.
A tu padre le cortaron un dedo con una sierra en el trabajo y tú piensas que vas a mejorar algo en casa de tu amigo siendo marica.
Yo no sé si golpearte por joto o sentirme avergonzado por los dos.
Avergonzado de mí, por ser un insensible. Avergonzado de ti, por tener la cara llena de mocos.