domingo, 21 de junio de 2015

Al padre que escucha.

Caídos en batalla | Mi papá y yo.
Toda la vida he sido una verdadera hija de mi padre. Así nací. Desde pequeña quien me veía sabía de inmediato quién era mi padre.
"Idéntica," me decían. Quizás si a mi papá le pusieran una peluca, o si a mí me pintaran un bigote.
Los que me conocieron de pequeña me dicen que era una niña a veces muy callada, no huraña, pero siempre en la luna. Cuando hablaba era sólo para decir alguna ocurrencia.
Estoy segura de que es así para casi todos excepto mi padre. Con él hablaba hasta por los codos, todavía lo hago.

Cada mañana lo primero que quería hacer era contarle a mi papá lo que había soñado. Por su puesto que él me lanzaba una mirada de pánico contenido, por que sabía que yo pasaría la siguiente media hora hablando sobre una maraña de cosas sin sentido. Yo hablaba y hablaba, todo el camino hacia la escuela. Luego entraba a mi salón y pasaba unas seis horas callada.
En ese entonces, salíamos mucho a carretera. No íbamos muy lejos. A visitar a la familia, a pasar un día de campamento. Siempre adoré la carretera. Conocía de memoria todas las canciones que mi papá traía en cassette, y me encantaban. Era de ley que mis hermanos y mi mamá se quedaran dormidos a la mitad del camino. Entonces yo tenía para mí sola los oídos de mi padre.

"¡Deberías escribir todo eso!" me dijo mi papá un día después de que seguramente lo desesperé contándole un sueño o una idea particularmente detallada. Fue la mejor idea del mundo.
El primer cuento que empecé, creo que yo tendría unos siete años, sólo se lo enseñé a mi padre. Recuerdo su consejo: "¿Y si el personaje lo haces un vendedor de aspiradoras?" Era un cuento de indios y vaqueros.

No hay un par de oídos más pacientes que los de mi padre. Es muy probable que no me estuviera poniendo total atención, pero jamás me pedía que me callara ni me decía que estaba demasiado ocupado para escucharme. Nunca me hizo sentir que lo que yo decía, y por tanto lo que yo pensaba, era tonto de ninguna manera.
Gracias a eso entendí que mis ideas tenían más valor del que yo les daba y tuve la confianza para expresarlas cada vez más. También me enseñó a escuchar, a entender que a veces la gente sólo quiere un momento para hablar hasta que se le sequen las ideas.

Gracias por escucharme siempre, papá. Espero no cansarte nunca.